Una vez Laura se enfermó. La doctora vino a su casa y vio en la pared a una de las arañas que vive con ella. Se asustó tanto que escribió rápidamente unas cosas en un papel y se fue volando, sin revisarla.
Laura hizo educación primaria en el colegio Santa Elena, y en secundaria fue al liceo público. Cuando estaba en quinto año, un profesor de Biología le mandó hacer un insectario, cuenta:
— Le dije a mi amiga (que es aracnofóbica): “hagamos uno diferente a todos”. Y me puse a juntar arañas con ella. Las juntábamos, las poníamos en alcohol y después las pinchábamos con un alfiler para exponerlas en una cartelera. Es un disparate hacer eso, pero entonces no lo sabíamos. Juntamos muchas, pero no sabíamos de qué especies eran. Entonces me enteré de que aquí (en el Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable) trabajaban con arañas. Vine con mi padre y encontramos a quien ahora es mi jefe. Él nos ayudó a identificarlas.
— ¿Tenías de las arañas grandes en el insectario?
— Sí, tenía tarántulas que mi padre había traído del campo. Yo ahora me dedico a las tarántulas.
— ¿Qué te gusta de ellas?
— Que son como un osito de peluche. Son suaves, peluditas, se mueven despacio, son lindas.
— ¿Pero no te dan miedo?
— No. Hay dos arañas peligrosas, una está debajo de las piedras y la otra es una araña domiciliaria, conocida como la araña del cuadro o araña del rincón. Ambas son muy tranquilas y escapan de la luz. La domiciliaria no sale si detecta movimiento (salvo el de una presa). La otra, la que está bajo las piedras, se queda quieta si levantás la piedra. Si la tocás, camina para esconderse, pero no se lanza a picarte. Los accidentes pasan cuando uno, sin querer, le aprieta una pata, por ejemplo, y ella no puede escapar. Pero no son peligrosas. Este laboratorio está lleno de arañas por todos los rincones. ¿Ves las telas?